El gran deseo
de Tully desde los diecisiete años era una pura contradicción: soñaba
con no soñar. Quizá porque su vida estaba forjada a golpes de carencia y
ella sabía mejor que nadie lo que significaba desear: desear lo que no
se tiene, lo que se ha perdido, lo que se anheló un día, lo que es de
otros. Y el deseo nunca viene solo. Goza siempre de la compañía de la
enajenación, es egoísta, tozudo y, sobre todo, proporciona tanta alegría
como dolor.
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